jueves, 16 de diciembre de 2010

Relato.

ZARAGOZA

A las doce de la noche llegué a la puerta del Portillo. Supe que esa era la hora pues el campanario de la Basílica de Nuestra Señora del Pilar repicó ese número exacto de veces.

En la puerta los soldados hacían la guardia nocturna. El número era el doble que de normal debido a que hacía una semana, el 3 de mayo, había llegado la noticia de Madrid de la ocupación francesa, y de la masacre en la Puerta del Sol. Y, desde que se sabía que un ejército francés se dirigía hacia Zaragoza, don Juan de Palafox, al mando del ejército, había mandado a tres centenares de soldados regulares suplementarios a las murallas. Aunque, realmente, esos eran casi todos los militares que habían en la ciudad. El número de estos se había visto reducido después de que el mismo don Juan mandase una compañía de doscientos cincuenta jinetes al mando de don Alfonso Vega a socorrer la guarnición de Gerona, que había pedido ayuda.

Cuando llegué al puesto de guardia emplazado al pie de la puerta, saludé a los centinelas que, levantando la cabeza de los pasatiempos con que ocupaban la noche, me devolvieron el saludo. Todos conocían al hijo del panadero, que había ingresado en la milicia hacía unos días. Julio, un soldado del que me había hecho amigo, sonrió en cuanto me senté junto a él (no solía divertirse con el resto de los centinelas) y me invitó a un cigarro. Entablamos una conversación, con el fin de pasar el tiempo, y este pasó, lentamente.

Un ruido de mosquetes y varios gritos- en la lejanía pero dentro de la ciudad- nos alertaron a todos.

-¡Viene de la de Sancho!-se oyó en lo alto de nuestro puesto. Y hacia allí corrimos los veinte, tomando un arcabuz, un sable, un mosquete, lo que fuera…

Cuando recorrimos los casi trescientos metros que separaban las dos puertas, ya éramos unos cincuenta los reunidos en lo alto de la muralla, y unos treinta los que esperaban abajo a saber la causa de la alarma. Se formó un alboroto que hacía algo difícil comprender qué hacíamos realmente allí, hasta que un capitán, enarbolando un catalejo, pidió silencio y tranquilidad. Oí de alguien que se habían escuchado disparos, gritos, y ruido de caballos a lo lejos, al otro lado de las murallas. En cuanto la tropa hubo recobrado la calma, el capitán informó de lo que veía. A unos trescientos metros, un grupo de unos quince jinetes estaban siendo perseguidos por otro más numeroso, de unos cincuenta. Los primeros llevaban uniforme español. No era necesario ver el uniforme de los otros.

Un grupo de veintidós fuimos a los establos de san Joaquín, distante unos dos minutos a la carrera.

A una orden del capitán del catalejo, la puerta de Sancho fue abierta, y el resto de los centinelas, unos cien (el grupo había crecido un cuestión de segundos), formó a unos quince metros de la entrada abierta. Un cañón ejecutó dos salvas de disparos al aire desde la muralla. Surtió efecto, y los franceses se retiraron. En ese momento salimos de la ciudad los veinte jinetes y fuimos al encuentro del otro grupo al galope. Ellos redujeron la marcha. Cuando estuvimos a unos cincuenta metros pudimos ver que iban heridos, con los uniformes desgarrados, y, cuando nos acercamos más, varios de ellos se desplomaron de sus monturas, cayendo al suelo. Cuando estuvimos con ellos, cinco de mis compañeros desmontaron y los ayudaron a incorporarse, mientras se presentaba el superior a nuestro sargento.

-Soy el coronel don Alfonso Vega. Nos interceptaron antes de llegar a Huesca. Somos los supervivientes de la compañía enviada por don Juan a Gerona. Los gabachos estarán aquí en tres días. Por lo menos siete mil hombres.- Y, sin más, cayó del caballo, malherido.

Tres días después, el ejército francés, al mando del general Jacques Lefévbre hizo acto de presencia. Don Juan de Palafox ya había anunciado su llegada y, para entonces, unos dos mil milicianos y trescientos veintitrés soldados regulares, al mando del coronel don Pablo de Ballester, segundo de don Juan, también presente, ya ocupaban las murallas y puertas de la ciudad, así como las torres y fortificaciones. A este número se sumaban los siete mil zaragozanos que tomaban posiciones en las calles, plantando barricadas por doquier y acarreando cañones de una posición a otra.

Yo me encontraba junto a Julio y cinco milicianos más en la torre de san Pablo, y desde este puesto privilegiado podíamos ver como los regimientos franceses tomaban posiciones a lo largo del perímetro de la ciudad. El ataque enemigo se centraba en la puerta de Sancho y en la del Portillo, junto a esta última estaba emplazada la torre de san Pablo, donde nos encontrábamos. Al ver la concentración de tropas enemigas junto a estas dos puertas, don Juan y don Pablo habían acudido allí junto a los soldados regulares disponibles.

Las tropas napoleónicas contaban con un nutrido grupo de artillería y con un regimiento de caballería, que se sumaban a los doce regimientos de infantería. En total contaban unos ocho mil soldados regulares.

De pronto, Julio llamó mi atención, señalándome a un grupo de jinetes, al frente del cual galopaba uno ricamente ataviado que se dirigía a la puerta de Sancho, sobre la cual se erguía don Juan de Palafox, desafiante, altanero, guerrero y valiente rayano en lo temerario.

-Es el general gabacho, que viene a negociar.

Ambos frentes enmudecieron, a la espera de las palabras entre los dos líderes. A lo largo y ancho del campo de batalla se escuchó la voz en español con acento del general francés.

-Habla Jacques Lefévbre, duque de Marsella y general con honores del ejército de su Majestad Imperial Napoleón Bonaparte, Emperador de Francia. Su Majestad Imperial ofrece un paso seguro hasta Oviedo a la totalidad de los ciudadanos y soldados de Zaragoza (no sabía que ambos términos aducían a lo mismo), así como un trato correcto con oficiales y militares, a cambio de la entrega pacífica y sin enfrentamiento bélico de la totalidad de la ciudad.

Pasaron unos segundos, tensos, antes de la reacción del comandante español. Y la reacción fue tan inesperada como usual en un español. Don Juan rió, rió a carcajadas estrepitosas, y estas carcajadas fueron escuchadas por los soldados de ambos ejércitos y por los milicianos presentes. Y, con él, los oficiales comenzaron a reír, después los soldados, y en unos segundos todos los que ocupaban las murallas reían sin saber muy bien por qué. Y sus risas desconcertaron a todos los franceses, que se preguntaban si no estarían luchando contra un ejército de locos.

Respondiendo a la propuesta de Lefévbre con una frase que fue secundada con un feroz griterío por los casi tres mil españoles que la escucharon, y que quedó grabada en mi memoria, siendo la última que escuché; don Juan de Palafox, duque de Rebolledo y comandante en jefe de Zaragoza, desenvainando su sable, gritó:

-¡Después de muerto, hablaremos!-

3 comentarios:

Pablo dijo...

Me ha gustado mucho se nota que te lo has currado.
Se que mi opinión no cuenta para mucho pero aún así te felicito.

j2c6 dijo...

¿Cómo que tu opinión no cuenta?, si está aquí por algo será. Ojo con lo que dices, te estamos apuntando.

Luis María Sancho dijo...

Javi dime qué te ha parecido el relato por favor.

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