domingo, 31 de diciembre de 2017

Tiempo que se convirtió en ceniza.



Tiempo. Tiempo que pasa. Tiempo que me rodea y me aprisiona, que me roba alientos sin preguntar, que me mata segundo a segundo. Tiempo que destroza instantes que debieron ser eternos, que se ceba en las despedidas, en las estaciones de tren y los aeropuertos, en los besos, los abrazos, y los “cuídate mucho”. Tiempo que no tiene corazón. Tiempo que convierte en simples recuerdos las sonrisas, los pitillos en corro, las bromas y los diálogos que cambiaron el mundo para siempre. Tiempo que convierte milenios en un ayer. Tiempo que me construye, que me crea a cada minuto, que me hace quien soy sin terminar de ser ni terminar de cambiar. Tiempo que no se para, que no me deja margen de reacción, que va demasiado rápido, e, inclemente, hace oídos sordos a un “¡espera!”. Tiempo que no para, y no parará hasta que sea todo polvo y sombras. Tiempo que me da la medida de lo hermoso, la armonía del momento exacto. Tiempo que me madura el corazón, que me lo abre a nuevos mares, y a otros corazones, y tiempo que me hace navegar en esos mares y en esos corazones, y conocer más las caras que ya conozco. Tiempo que me deja en la memoria rostros, momentos, lágrimas e historias. Tiempo que lleva hacia la muerte, y hacia lo que hay después. Porque después de que el tiempo haya hecho a todo pasar, entonces pasará el propio tiempo.

Tiempo que este año me ha dejado caras como la de Klaus, un sintecho alemán que conocí una noche de marzo en Colonia, en un local donde se daba a los indigentes cena y cobijo los sábados por la noche. Hablaba por los codos, y bromeaba cada dos por tres, riendo y haciendo reír a su alrededor. Tenía unos cincuenta o sesenta años, el pelo blanco amarillento, y una tos que daba un poco de miedo, más aún viendo que fuma, y más aún cuando te enterabas de que tenía una enfermedad incurable del pulmón. Un  brindis por Klaus, ¿quién sabe si seguirá vivo? O caras como la de Rami, un refugiado sirio que había llegado a Frankfurt huyendo de la guerra. O como la de Reinhardt, un alemán de Essen, que viaja todos los años a África, Filipinas, India y Pakistán en proyectos de solidaridad, y que me ha enseñado tantas cosas. O momentos mágicos leyendo Harry Potter bajo el sol en el jardín de la Universidad de Mainz. Y esas conversaciones de corazón a corazón con Javi y Salva, dos grandes amigos y confidentes de primera. Y nuevos poemas y progresos en la escritura, que algún día verán la luz. Y nuevos (re) descubrimientos musicales, como Fun, Passenger, Pink Floyd, AMK, Nach, Xavibo, o Fito…


Todo cosas que han pasado, y seguirán pasando, empujadas por un tiempo ciego e imparable, por un tiempo que se convirtió en ceniza, y convertirá en ceniza todo a su alrededor, sin que le podamos preguntar y sin que le interese nuestra opinión. Así es la vida.


viernes, 15 de diciembre de 2017

Golpes





Lunes por la mañana. Lluvia en Valencia. Como a buen mediterráneo -experiencia contrastada- el cielo gris me hace estar de bajón. Es una enfermedad que un lluvioso año en Alemania no ha conseguido sanar. Como tampoco la impuntualidad. Porque sí, este lunes también llego tarde a clase. Cuando llego a la facultad, voy a reprografía, a imprimir un trabajo que tengo que entregar, y me cruzo a la profesora que me toca. "Ella también llega tarde", pienso, "así que yo no llego tan tarde". Típico pensamiento valenciano. Tardo unos diez minutos en imprimir lo que necesito, y subo tranquilamente al primer piso. A la entrada de clase,  me encuentro a mis compañeros que salen. "Sólo entregar el trabajo", me dicen, "no hay clase". Como buen mediterráneo -por si no lo habías notado, este es el hilo conductor de este post- me alegro de esta noticia. Entro a clase, y voy hacia la mesa de la profesora. Con ánimo impropio de un lunes por la mañana, le hago una broma: "¡Qué pena! Yo que venía con la ilusión de tener clase...". La respuesta me deja la sonrisa helada en los labios: "Ya... Lo siento, pero es que estoy en proceso de divorcio. Mi marido ha vaciado la casa... Tengo dos hijos pequeños... Y los juicios y las citas con abogados son siempre por la mañana...". Y me cuenta un poco su vida, con cara y voz de tristeza. "Bueno, mucho ánimo", le digo antes de irme. No se me ocurre nada más. Pero me voy hacia la biblioteca para escribir en el blog -entrada que destruyó el ordenador en el que escribía, para gran desolación mía-, sumido en reflexiones melancólicas. Es el primer golpe de la semana. Pienso que es una pena. Que algo falla en un mundo en el que todo lo que vale la pena se rompe cuando no da gusto, pero también que la vida es muy complicada, que la culpa se diluye entre las circunstancias, la confusión, el dolor, el silencio y la incomprensión, que las personas no tenemos recursos -nadie nos los da- para gestionar bien el desamor. Y que no soy quién para juzgar.

Viernes por la mañana. La semana ha sido nostálgica, marcada por acordes y frases de rap -nuevo redescubrimiento-, y por algún que otro funeral. Parece que a todo el mundo le ha dado por morirse últimamente. Llego a clase -tarde- y sólo hay cuatro gatos. "Empieza una hora más tarde", me dicen. Como es habitual, no me había enterado, por no leer el correo (costumbre que, sí, también, es típicamente mediterránea). Cuando llega la profesora (no es la misma del lunes), nos explica el motivo de su retraso. "Mi hijo falleció la semana pasada". Se hace el silencio, y empezamos el test que estaba previsto para hoy. Mientras lo hacemos, me acuerdo de que un antiguo alumno de mi colegio, dos cursos por debajo, falleció la semana pasada. ¿No será? Busco en Internet. Es. Luego voy a Facebook, y recuerdo el rostro del chaval. Seguramente nunca hablé con él, pero le conocía perfectamente. Después de clase, voy a hablar con ella. "Yo también perdí a alguien muy cercano, hace ya tiempo", le digo. Y esa madre, que de milagro se sostiene en pie, me da una lección que vale mucho más que las clases de todo el cuatri. No sé si con estas palabras, pero es la idea que me queda: Son golpes que te da la vida. Hay que unirse y centrarse en los que quedan, en el amor de los que quedan.

Antes de escribir, pensaba que esta semana era difícil acabarla con esperanza, pero esa frase me la da. Y pienso en otra frase, que canta uno de esos raperos que un amigo -mediterráneo hasta la médula- me ha enseñado: "El amor es infinito mientras dura (...); el amor es infinito mientras duela". Donde hay amor hay esperanza, y donde hay esperanza hay también fe.

Ahora ya puede seguir caminando el tiempo. Nosotros seguimos caminando con él, como diría Calamaro, "con farmacia y con aguante". Pero seguimos.


El mejor poema del siglo

Terminé hace poco "Antología de la nueva poesía española" de José Luis Cano. Es una recopilación de poemas de autores del si...