Dos de la tarde. Aún no es
verano, pero a estas horas, por Valencia, siempre hace calor. Camino con tranquilidad:
llego a casa con tiempo. Por mi cabeza van al trote pensamientos que ya no
recuerdo: seguramente recuerdos del día u otras cosas. Pero no tengo los ojos
cerrados, y veo cómo, después de una semana, el cartel electrónico –de esos que
son varios anuncios que se van ocultando y cambiando por otros- sigue averiado.
Paso por delante del anuncio, pensando en que habrá que escribir una entrada en
el blog sobre esto. Pero la cuestión no acaba aquí. Al pasar el paso de zebra
me cruzo con una madre que camina con su niño. Sólo alcanzo a escuchar una
parte de la conversación, que podría ser así: “-Y, las estrellas… ¿por qué no se caen?”.
Y la madre, puesta en apuros: “Porque
están atadas a los planetas, cariño, y dan vueltas a ellos, como si fueran un
yo-yo”. "Aaalaa...". Siguiendo el camino, unas señoras mayores cotilleaban sobre lo de
siempre, sobre el vestido de Josefina, lo apañado que parecía el sobrino de
Juana y lo mucho que tardaba el autobús. Al llegar a casa, dejé la mochila, y
respiré aliviado: “hogar, dulce hogar”.
Y fue esa mañana cuando quedé
convencido de que lo humano vencerá cualquier desafío. Quedé convencido de que
hay cosas que no son mutables por las ideologías, ya sea el capitalismo
comercial, que haría lógico que un cartel averiado se cambie cuanto antes, o la
ideología de género, que hace a los niños o a las abuelas que esperan el
autobús preocuparse por lo que no les importa, y dejar de preguntarse por lo
realmente importante. Quedé persuadido de que lo humano es invencible, de que
lo humano prevalecerá, de que los niños siempre harán preguntas, las madres
siempre las responderán, las abuelas siempre hablarán alegremente sobre cosas
sin importancia, y el hogar siempre será el lugar al que se vuelve, porque está
lleno de historias, de preguntas siempre sin resolver y de amores sin
condiciones. Por todas partes amores sin condiciones.
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