Una de las paradojas más ordinarias, más cotidianas, y, si se quiere, más discutibles, la encontramos, sobre todo en verano, al salir a la calle. Podría enunciarse así: "lo mejor que tiene el sol, es la sombra que produce". Pocas cosas hay mejores que sentarse, un día de sol, a la sombra de un árbol a leer, escribir, tocar la guitarra, o disfrutar de una tertulia con familiares o amigos. Esto ocurre, a otra escala, también en el campo de las ideas. Las figuras más interesantes, más sugerentes, más heroicas, y en ocasiones las más destructivas, son aquellas que se oponen, en su época, a las ideas que su época enarbola como bandera. La Atenas sofista nos regaló a Sócrates, padre de Occidente; el cartesianismo del siglo XVII nos trajo, como un rayo, a Pascal, que pensaba con el corazón; y, en medio del siglo XX, en un Estados Unidos marcado y herido por la segregación racial, brilla la estela de Martin Luther King, clamando por la libertad. Algo similar ocurre con el autor del que quiero hablar, Gilbert Keith Chesterton. Él es el grano en el culo de la Modernidad.
Este verano he tenido la gran suerte de leer decenas de artículos suyos, agrupados en un libro de ensayos, y he disfrutado enormemente. Chesterton es un autor diferente, alternativo. Sí, quizá esa es su palabra: alternativo. Ante sus obras nos encontramos una mente que parece tan abierta como la de un estudiante universitario, tan preocupada por la sociedad como la de una madre de familia, tan grave como la de un obispo, tan irónica como la de un humorista. Parece que Chesterton siempre te entiende, que piensa como tú. Si Chesterton hubiera sido transportado por una máquina del tiempo de 1915 a 2015, y hubiera sido ubicado en el Paseo de la Castellana, habría mirado a su alrededor un par de veces, habría encendido un puro, y se habría puesto a caminar por las calles, reflexionando sobre lo que veía, sin inmutarse lo más mínimo. Y sus conclusiones, ciertamente, tampoco habrían sido muy distintas de las que sacó en su época: la sociedad de hoy ya tenía entonces puestas sus bases.
Las tres cosas que yo destacaría de Chesterton, después de dedicarme a él con bastante amplitud, son: su dominio de la paradoja, su ironía y su descubrimiento, bajo las realidades más normales, de un mundo de fantasía y de significados encerrados, que conforman una realidad paralela, hermosa, e, incluso, más real que la que vemos cada día.
Chesterton era la paradoja andante, y leyéndole, uno se convence definitivamente de que la realidad, es, ciertamente, paradójica. Una paradoja es una afirmación que, en primer término, debería ser contradictoria, pero que, si se profundiza en ella, se llega a la conclusión de que es más verdadera que cualquier otra afirmación sobre esa misma realidad. Frases tan sugerentes como "supongo que antes o después se suplirá esta carencia, en un sistema comercial que da respuestas inmediatas a cualquier demanda, y en el que todo el mundo parece estar insatisfecho y ser incapaz de conseguir nada de lo que quiere"; "esperaban, sí, pero podría decirse que esperaban el ayer", o "los americanos no tienen nada malo, salvo sus ideales", le coronan como eso, la paradoja andante. Chesterton es eso y mucho más. Es un autor al que hay que volver constantemente, que siempre tiene algo que decir sobre todo. Es un hombre apasionado, un enamorado. Eso, un hombre que supo contemplar lo que tenía delante, enamorarse de lo bueno, reírse de lo malo y de sí mismo, y reconstruirlo todo a partir de lo bueno.
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