Todo el Museo Sorolla -y quien ha estado ahí lo sabe- podría resumirse en unos ojos, en un rostro, en una persona, un amor. Su nombre era Clotilde. Sencillamente, sin Clotilde no existe Joaquín Sorolla. Y, sin Sorolla, no hay luz en España, y hay un poco menos de luz en el mundo. Decía Platón -y tenía razón- que el ser divino tiembla en los ojos del ser amado. También se ha dicho muchas veces que los artistas son aquellos que saben hacer más translúcido el velo que separa a los hombres de Dios, y eso es lo que plasman en sus obras. Cuando se tiene un amor, se tiene un universo. En cierta medida, se tiene un dios, o a Dios, según los gustos (este blog no es un blog de teología). Esto es lo que explica toda la pintura, y toda la vida de Sorolla. En el cuadro que preside estas líneas se advierte paradigmáticamente. Las flores, llenas de color y de vida, de esa luz que es el objeto de la sempiterna búsqueda del genio que es Sorolla, son equivalentes a su esposa. Y todo lo que pintaba Sorolla era color, luz y vida. Todo lo que pintaba Sorolla era su amor, y no pintaba nada fuera de ello, de ella. Su amada, como el ser divino, estaba escondida en esos niños disfrutando en la playa, en esa niña saltando a la comba, en ese paseo frente al mar, en esas barcas valencianas. Lo más excelso en lo más cotidiano. Como el amor.
Sorolla, un hombre enamorado, un pintor que vale la pena descubrir. Una mirada, un rostro, un nombre. Clotilde.
1 comentario:
Molt bó!
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